Abrí los ojos al mundo en el laboratorio fotográfico de mi padre. De niño, bajaba al sótano con él para sumergirme en el cuarto oscuro, donde pasaba las horas muertas observando la magia que hacía posible que, de un papel blanco, surgieran todo tipo de imágenes. Con los años, me di cuenta de que yo también quería hacer magia y con 16 años, me compré mi primera cámara analógica, con el dinero que gané en un concurso para jóvenes fotógrafos, una Yashica Súper 2000. Desde entonces, la fotografía ha sido más que un trabajo, mi modo de vida, y mi deseo, ser honesto e intentar cumplir el primer mandamiento del maestro Cartier Bresson: “Poner siempre en el punto de mira el alma, el ojo y el corazón”. Tras dos décadas dedicadas al fotoperiodismo, mi objetivo ahora está centrado en las bodas, en captar las emociones y los momentos de uno de los días más especiales en la vida de cualquier pareja.